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Cómo se me inoculó el «mal d’Afrique» a los 22 años…

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En 1991 tuve mi bautizo africano cruzando el Sáhara en coches de segunda mano en un, digamos, ajetreado trayecto desde Sabadell (Barcelona) hasta Bamako (Malí) liderado por un par de paisanos míos, dos Jordis, a los que no conocía de nada hasta que colgaron una nota buscando viajeros en la Facultad de Ciencias de la Comunicación, en la que estudiaba mi tercer curso de Periodismo.

A mis tiernos 22 años, y con el virus del viaje contagiado ya en un puñado de países europeos visitados en mochila, me embarqué con aquellos nueve blancos sedientos de aventura para recorrer en cinco coches comprados a saldo (dos viejos Peugeot 504, un Seat 124, un Seat 1430 y un desvencijado Renault 12 familiar) la distancia que separa Sabadell de Bamako: 7.700 intensos e inolvidables kilómetros (bueno, para mí: ellos regresaron antes).

Cruzamos en barco de Algeciras a Ceuta y seguimos por Marruecos y Argelia para llegar a Níger tras los 600 km. de pista sahariana desde Tamanrasset a Arlit (la única parada fue el puesto fronterizo en Assamakka/In Guezzam) en la que teníamos que seguir las balizas (no había GPS) para no perdernos en el horizonte de arena. Bidones de agua, gasolina, comida y unas planchas para desenterrar los lamentables vehículos en caso de quedarnos “ensablés”, como así fue en muchas ocasiones… sin mencionar los pinchazos.

Transahariana

No es el momento de contar aquí aquél descubrimiento para mí de la gente fascinante del Magreb, el Sahel, el desierto, los maravillosos osasis argelinos y, al fin, la soñada África Negra. Descubrimos Agadez y, en Niamey, tras vender los coches, debíamos volver todos a casa en avión, pero decidí que yo me quedaba un poco más. Anulé mi vuelo, me despedí de mis compañeros de alegrías y penurias africanas y continué con el único coche que nos quedaba (el R-12 TS familiar) junto a un espabilado argelino que conocimos en el taller mecánico de Tamanrasset, Tahar, dedicado al comercio de coches y piezas de recambio (y quién sabe qué más) entre uno y otro lado del Sáhara. No sabía si podía fiarme mucho de él pero me daba igual: ¡quería continuar a cualquier precio! Allí empezaba el viaje africano «de verdad», pienso ahora.

Desde Níger cruzamos Tahar y yo solos toda Burkina Faso y pasamos a Mali, donde acabé mi viaje en Bamako, desde donde tomé finalmente un accidentado vuelo (la conexión en Argel se esfumó de la noche al día) de regreso a casa. En total, unos 7.700 quilómetros por carreteras agujereadas y polvorientas. Con mi bolsa de fotografía robada en Ouagadougu (¡con más de la mitad de los carretes hechos y mi diario de viaje!), justo después de ser detenido y retenido en la comisaría del mercado precisamente por… sacar fotos a edificios públicos (salí de allí con mi pasaporte gracias a paciencia y mano izquierda, aunque no las tenía todas). Con éste y un puñado de sobresaltos más, sobretodo en controles de carretera, pero un montón de intensas sensaciones vividas, quedó inoculado en mí el llamado “mal d’Afrique”.

Ver o vivir África: la convivencia

Entonces no lo sabía. De hecho, tras vivir en solitario unos últimos días complicados en un Mali inestable, en manos de los militares, me dije a mí mismo que no volvería solo a África. Lo hice al año siguiente. Pero para vivir lo que me quedaba pendiente: la vida cotidiana con una familia africana. Fue en Togo, en 1992, donde me acogió una chica togolesa con la que nos escribíamos cartas: yo era su «correspondant», como se llamaba entonces, a través de un togolés que conocí en un voluntariado en Amsterdam… Ya había comprobado la diferencia entre VER y VIVIR África, o la diferencia entre vivirla solo y en la “burbuja” de un grupo de blancos. Ahí empezó todo.

Desde entonces, mi “mal d’Afrique” me ha llevado cada año al continente a aprender los ritmos y danzas sabar de Senegal (una decena de veces) o la lengua Swahili en Zanzíbar, por ejemplo. A veces pretextos para poder hacer lo que he buscado siempre: convivir con la gente. Antes de iniciar este blog, y cuando aún tiraba fotos en Kodachrome con mi Nikon analógica y no utilizábamos internet (ni mucho menos Google Maps) y viajábamos con guías y mapas de papel, tuve ocasión de ir al citado Togo, su vecino Benín, los campamentos saharauis en Tinduff (Argelia) -aquí como periodista, para hacer un reportaje-, Senegal, Gambia, Etiopía, Eritrea, Tanzania, Mozambique, Kenia, Egipto, Marruecos otra vez, Cabo Verde

Con repetidas visitas a los países que más me han fascinado o donde he tejido más relaciones con familias de allí, he seguido por Camerún, Congo-Brazzaville, Guinea Ecuatorial u otra vez Kenia y su maravillosa costa del Índico donde puedo practicar y mejorar mi Swahili con placer (además del kitesurf).

Esto no es una guía práctica… pero algo ayuda

En junio de 2018 estuve por primera vez en Uganda y Ruanda, un viaje de tres semanas (en solitario y mayormente por mi cuenta, como casi siempre) del que ya he dado buena cuenta en este blog. En este caso he dado más información práctica -Uganda pide más planificación de lo normal para hacer el rastreo de gorilas, chimpancés, etc.–, aunque originalmente no era el objetivo de mis crónicas:  ya existen infinidad de webs, guías online o las propias agencias donde encontrar todos los datos prácticos, así que he optado desde el principio, no sé si acertadamente o no, por escribir relatos más personales, o a menudo más próximos al reportaje. Al fin y al cabo soy periodista con casi 30 años de experiencia en prensa escrita.

Dos buenos ejemplos son mi aproximación crítica a la Ruanda post-genocidio y mi último post sobre el archipiélago de Lamu, en el norte de la costa de Kenia, centrado en los cambios que pueden traer –algunos ya visibles– los nuevos tiempos y el polémico proyecto de construcción de una central eléctrica de carbón y el puerto para grandes buques. El relato parte de mi última visita a Lamu (verano de 2018) y el contacto que tuve con el movimiento anti-central, pero enlazado con tres anteriores visitas a lo largo de casi 20 años para abordar la cultura del mar en la isla y sus posibles amenazas, más allá de «consejos prácticos».

También mis propias tribulaciones con gente que he conocido y reencontrado en posteriores visitas. Al fin y al cabo, vivencias personales y contadas de forma honesta. No sé vosotros pero, personalmente, es lo que a mí me gusta leer en otros blogs en lugar de contenidos patrocinados o enfocados a la «monetarización» de la página. O textos muy superficiales, una suerte de folletos turísticos de hoteles caros sin ningún sentido crítico, donde prima el ego y el hedonismo y, curiosamente, brilla por su ausencia la interacción con la población local. En fin, esto daría para un largo debate…

Mi último viaje africano fue un regreso a la bella Diani Beach, al sur de Mombasa (Kenia), entre enero y febrero de este 2020. Justo antes de que el mundo se parara por la crisis sanitaria global. En las actuales circunstancias, es difícil encontrar el tono para hablar de viajes, y quizás dejo una crónica para más adelante. ¿Es de algún interés en plena pandemia hablar de kitesurf, islas y dhows en el Índico? ¿La va a leer alguien? … Es la duda que le asalta a uno antes de escribir en este mundo hiperconectado e hiperinformado a tiempo real. De momento, tiempo para parar y reflexionar, que a menudo nos falta.

A punto de cumplir 30 años (!) de aquel accidentado baptême africano, y con el mundo entero en vilo y en lockdown forzoso, confieso que tengo la sensación de que todavía estoy empezando… ¡Queda tanto por ver, conocer y vivir! Y contarlo cuando podamos. Con la pasión y la humildad del eterno aprendiz. Al final, para mí este modesto blog no es más que un buen pretexto para ordenar recuerdos… y seguir creciendo y soñando.

PENYE NIA PANA NJIA – Donde hay un propósito, hay un camino (proverbio swahili).

Carles Cascón, 2020

Twitter: CCascn

Instagram: @vipi_mambo_carles_cscn

P.S.: Si, además de leerme, os tomáis un minuto para enviarme sugerencias para mejorar el contenido, el diseño o lo que sea, os estaré muy agradecido 

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