Kenya, marzo de 2014.- Tercera ciudad más grande de Kenya y capital del Oeste del país, Kisumu era para mí una parada lógica antes de dirigirme al bosque de Kakamega, pero también un sitio por descubrir a orillas del Lago Victoria, con sus hipopótamos y sus islas (como la de Rusinga), su fantástico museo, algún poblado Luo, los mercados… y donde tenía algún que otro contacto, aunque sin mucha garantía. También se puede ir directamente de Nakuru a Kakamega pero decidí aprovechar la ocasión.
Me atraía también acercarme a esta tierra poblada mayormente por Luos porque he conocido a unos cuantos por otras partes de Kenya y siempre me han parecido buena gente. “¿Idenade?”, te saludan, un poco reservados, pero siempre abiertos a una sólida amistad.
Tal como me dijeron, no había forma de encontrar transporte directo entre Naivasha y Kisumu. Había que parar en Nakuru. Tras bajar zigzageantes cargando el equipaje desde el Top Camp a la carretera, pillé un matatu bastante lento hasta la ciudad y de allí otro que saldría al cabo de una hora para Nakuru. Ya eran las 10 de la mañana -por mucho que madrugues, nunca es suficiente- y a las 11.15 entrábamos en Nakuru. A las 12 ya estaba saliendo, para llegar a Kisumu a las 15.30h. Tres horas y media de trayecto y un tramo final de carretera infame, lenta y polvorienta, llena de baches a causa de las obras. Son momentos en los que agradeces haberte traído un buen jamón envasado al vacío, aunque tengas que improvisar un bocadillo con pan de molde africano.
A medio camino, uno de mis contactos kenyatas me contestó en un SMS que… estaba viniendo de la costa, en dirección a Nairobi, ¡y por carretera! O sea, que no vendría a buscarme y quién sabe si nos veríamos algún día. Empecé a buscar en la Lonely Planet algún hotel asequible… hasta que entabló conversación conmigo un compañero de matatu, Khalil, que resultó ser norteamericano, de la ciudad de Nueva York, y que llevaba en Kenya más de un año como voluntario del Peace Corps.
Fue un placer conversar con él y saber de su interesante trabajo (temas de salud, HIV, malaria…) en pequeñas comunidades de un pueblo perdido en el suroeste del país, muy cerca de la frontera. Me sorprendió que no sólo hablaba suahili sino que se defendía muy bien con esta lengua. Y como era negro, la verdad es que parecía haber logrado un buena inmersión en el país en relativo poco tiempo. Bueno, tenía limitaciones por parte del Peace Corps: no les permiten usar las moto-taxis como medio de transporte. Las consideran peligrosas. Aquél fin de semana había “meeting” de la organización, así que ni pensarlo de arriesgarse a que le vieran por Kisumu sobre dos ruedas y sin casco. Sí que puede ir en tuk-tuk (un auto rickshaw).
No tardó Khalil en sugerirme un hotel asequible que conocía, y al que me acompañaría en tuk-tuk, y después igual quedamos para una cerveza con sus compañeros. Genial. Lástima que el Marina Hotel, donde había conseguido una agradable habitación en el ala tranquila a un precio algo rebajado gracias a Khalil (1.300 Ksh, poco más de 10 euros), al propietario se le ocurrió abrir una discoteca justo en la planta baja del edificio y… ¡otra en el restaurante de la segunda planta! A él le debió parecer todo un aliciente para los clientes, que sin duda apreciarán no tener que gastar en taxi para ir a bailar, pero cuando descubrí el tremendo retumbar de las paredes justo antes de la cena, hacia las 8 de la noche…
Bueno, había pagado por adelantado, nada que hacer al respecto, y preguntar en la puerta de la disco la hora prevista del cierre sonó bastante estúpido. “Depende de si hay gente”. Claro. Sonó mucho más inteligente la sugerencia de la chica de la puerta: “Si no puedes dormir, pues entra y pásalo bien”. Ya. Voy cansado y tengo que madrugar.
El paso por el Green Garden Restaurant me ayudaría a resolver la noche. El Green Garden, al que tenía previsto ir y que localizé por casualidad a dos calles del hotel al regresar en moto-taxi, fue todo un descubrimiento. Excelente comida keniata (e internacional) a precios muy razonables, tranquilidad, buen trato, ambiente agradable (con wifi, además)… Sólo su discreta ubicación, en mitad de una calle poco concurrida, explica que no tenga más éxito en la ciudad. Quizás por ello su encantadora encargada, Joan, me pidió algo de difusión en internet por mi parte, cosa que no hacía falta porque soy un fan del Green Garden y lo pensaba hacer igualmente. Se merecen lo mejor.
Bueno, también viví un momento cómico con un curioso camarero, cuya amanerada actitud servicial (y un poco exagerada, curvando su espalda con un exceso gracioso) alargó la cena más de la cuenta. Tras pedirle la tilapia, volvió de la cocina al cabo de un buen rato para pedirme con qué salsa la quería. Tras optar por la de espinacas, cuando creía que el plato en cuestión ya estaba hecho, volvió para precisar si deseaba la tilapia con la salsa “al lado” o más bien la tilapia “sumergida” en la salsa… “¿Sumergida?” En fin, por suerte no tenía prisa y me entretení en admirar las pinturas de las paredes del local, que recrean una selva con sus animales salvajes.
Fue una de las camareras, Susan, por cierto, la que me sugirió la posibilidad de alojarme en unas habitaciones vecinas aquella noche, habiéndole mencionado mi problema con el Marina Hotel. Su amable gesto con el vigilante dio su fruto: tras la cena me mostraron una habitación libre que me dejaban a 1.000 Ksh. Me pareció algo desangelada, con una cama mal hecha que hacía dudar si habrían puesto sábanas limpias desde la última vez…, pero espaciosa, tenía baño y ventilador y, sobretodo, era tranquila. Preferí eso aquél día que pagar los 7.000 Ksh que costaba la habitación más barata que les quedaba en el Vic Hotel u otros similares en la ciudad.
Me fui a buscar mi equipaje al Marina y volví con él en tuk-tuk. Adiós ruido. A la mañana siguiente descubriría que aquello era el pequeño restaurante Morning Blue, regentado por una familia de origen yemení y turco. En el patio interior tienen varias habitaciones que alquilan por temporadas a precios muy módicos, básicamente a keniatas, claro.
Tras la primera impresión tipo “¿donde me he metido?”, descubrí que en el Morning Blue preparaban un buen desayuno de “scramble eggs” con “white nescafe” y que la família en cuestión -tenía la sensación de haber dado un salto desde Kenya a Oriente Medio- era muy agradable y se comportó de maravilla conmigo, posiblemente el único blanco que se alojaba allí en mucho tiempo: me permitieron dejar mi equipaje todo el día en la habitación pese a pagar sólo una noche, y no sólo eso sino que por la tarde se ofrecieron a acompañarme con su tuk tuk hasta la parada de matatus. Conversando sobre su historia, me dieron algo de pena, porque lamentaban haber perdido su vínculo con sus países de origen, que ya no conocían. “We are lost” in Kenya, resumieron, o sea, inmigrantes perdidos en una patria ajena de la que seguramente ya no volverían.
Pero antes tenía una jornada para aprovechar en Kisumu, ciudad a la que acudía con ciertas reservas tras el fuerte impacto que me dejó el conocido documental Le couchemar de Darwin (La pesadilla de Darwin), sobre la miseria y degradación a orillas del Lago Victoria, tras los estragos causados en las especies locales por la invasión de la voraz y gigantesca perca del Nilo…
Pese a su tamaño y su ritmo de crecimiento actual, en realidad encontré una ciudad agradable, nada agobiante, abierta a un lago tan grande que parece un mar.
Desestimé llegar hasta Rusinga u otras islas porque requiere tiempo (el barco para llegar sale a más de 3 horas en carretera de Kisumu) pero había unas cuantas cosas por ver en la ciudad: el Museo de Kisumu, el Impala Sanctuary (con animales a orillas del Lake Victoria), el Masai Market, el Kiboko Bay Resort, algún pueblo Luo cercano…
No había rastro de mis contactos en Kisumu y se me ocurrió, como algo excepcional, contratar a un guía local por unas tres horas y ver todo en poco tiempo por un módico precio. Pero en la agencia de viajes situada en el hotel Duke of Breeze (donde finalmente encontré una habitación con la mejor relación calidad-precio de la ciudad, para mi gusto, para el día de mi vuelta de Kakamega antes de volar a Mombasa), no supieron o no quisieron entender mi propuesta.
Les dije que quería un guía para mí solo y moverme con él en transporte público, pero el tipo de Integri Tours -como hacen algunos médicos que te extienden la receta en dos minutos justo antes de examinarte y que acabes de explicarles tus síntomas- se limitó a enseñarme catálogos de paquetes de viajes donde, por precios desorbitados y pensados para grupos, se incluían completos tours de varios días con comidas incluidas y todoterreno privado…
Le volví a explicar la situación (VOY SÓLO, TENGO BAJO PRESUPUESTO Y SÓLO TENGO TRES O CUATRO HORAS PARA VER LA CIUDAD) y al final se le ocurrió llamar a un guía, que no respondía a su móvil, pero a lo mejor llegaría más tarde pero igualmente me lo ofrecía muy caro… No problem, lo dejamos para otra ocasión, quizás cuando sepas adaptar tu producto al cliente.
Decidí algo mucho mejor: todo por mi cuenta desplazándome en moto-taxi, eso que tienen prohibido los Peace Corps pero resulta rápido y barato y además el conductor te ayuda a encontrar cosas. O sea, te hace de guía (bueno, no siempre resulta eficaz, es verdad).
Con uno de esos piki-piki no tuve problema en llegar en poco tiempo al Masai Market, que en realidad es sólo una hilera de puestos a izquierda y derecha. Los vendedores de los primeras paradas empezaron a agobiar buscando las pocas ventas del día, así que opté por el plan B: cruzar rápido todo el mercado como si fuera sin intención de comprar… y empezar por el final. Las últimas paradas de un mercado son las que tienen menos clientes, así que suelen ser más amables y tranquilas porque no tienen que disputarse el visitante recién llegado.
Acerté. Edina y Esta, que así se llamaban las simpáticas vendedoras, me dieron bonita conversación y les compré una camisa de tela local y un pequeño hipopótamo de barro. Se me ocurrió una historia tierna que a ellas también les encantó. Resulta que, antes de irme de viaje, mi hija de seis años me había envuelto en papel un pequeño conejo de plástico. Debía llevármelo en mi aventura y leer el mensaje del papel sólo cuando estuviera allí. Pues bien, me encomendaba traer sano y salvo al conejito y cuidar de él todo el viaje por Kenya.
Al ver a los hipopótamos, mi idea fue que el conejo encontrara un nuevo amigo, que bautizé como Kiboko (hipopótamo en suahili) y se lo trajera a casa. Me llevé a Kiboko, le hice una foto con el conejito en la trastienda del Morning Blue, y la mandé a casa por whatsapp con un mensaje para mi hija aprovechando el wifi del vecino Green Garden Restaurant.
En Kisumu ya había visitado la tarde anterior el Kiboko Bay Resort, por cierto. Lugar caro para dormir pero excelente para tomar algo en la terraza frente al lago y la piscina, que aquél día estaba casi desierta por el fuerte viento y un cielo encapotado que pareció haber alejado también a los hippos…
Dejé para el último día los chiringuitos de la Tilapia Beach, donde además de la brisa es fácil encontrar algún guía local que ofrezca visitas por la zona, como al poblado Luo más cercano. Guardé el teléfono de un tal Ibrahim para mi vuelta a Kisumu y me fui al Museo, que no me decepcionó en absoluto.
El tranquilo complejo del Kisumu Museum alberga varios apartados en amplio recinto al aire libre, en el que hay también una recreación de un poblado de casas Luo, un terrario con cocodrilos y tortugas, un acuario y una “snake farm” con una impresionante pitón además de víboras, cobras y otras especies de todas las formas y colores. Algunos de estos terroríficos ejemplos: Rhinocerus Horned Viper, Gabon Viper, Black Mamba o la más grande del continente, la African Rock Python.
La primera parada de la visita, con la exposición dedicada a la historia de los pueblos de la zona es también muy interesante. Abierto al público en 1980, el museo lleva a cabo una notable tarea de investigación y acoge asimismo seminarios y workshops, tanto locales como internacionales.
Tras una tilapia con ugali y salsa de mchicha en el Green Garden, y una breve siesta, me fui a buscar el bus de Kakamega, que salió a las 5 de la tarde y tardó una hora y media en llegar a destino, casi de noche ya. Esperaba con ansia adentrarme en los caminos del bosque para ver sus increíbles variedades de pájaros y sus altísimos árboles. El Kakamega Forest, la última reserva de bosque tropical de Kenya.
© Texto y fotos de Carles Cascón, 2014
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